Al’anith subió colina arriba alejándose de la pequeña hoguera que gradualmente se iba haciendo cada vez más pequeña a sus espaldas. Se cubrió la cabeza con la capucha, se frotó las manos y apretó el paso para subir cuanto antes.
Era una noche fría; pero aún así no de las más frías que recordaba.
-Da igual- pensó- mañana podría ser peor.
Con ese pensamiento consiguió llegar hasta su destino. Desde esa posición se visualizaba toda la estepa: si les intentaban atacar no les cogerían desprevenidos. Con gráciles pasos avanzó entre la hierba girando la cabeza en busca de algo. Y lo encontró.
Unos metros por delante de él una figura encapuchada apoyada en un bastón pero con postura firme parecía otear el horizonte.
Al’anith se acercó.
- Bienaventurado seas, caminante –le saludó la figura.
- Los cuervos no vuelan hoy -le correspondió según el protocolo.
- Pero los lobos sí han salido de caza -concluyó el otro.
El silencio se interpuso entre los dos individuos, que siguieron oteando el horizonte. Al cabo de un rato la figura estiró su brazo y una mano de piel pálida y de esbeltos dedos señaló hacia un punto:
-Ahí –pronunció.
Al’anith tardó unos segundos en ver a qué se refería, pero finalmente lo vio: muy en la lejanía tres luces parpadeantes se dirigían hacia ellos. Se movían deprisa. Dedujo que estaban corriendo.
-Vuelven antes de lo esperado –confirmó en voz alta la figura.
- Problemas –dijo Al’anith-. Iré a ver.
Y con un movimiento ágil dio media vuelta y empezó el descenso de la pequeña colina medio corriendo medio brincando. A no mucho tardar llegó al lado de la hoguera. Los demás se habían puesto de pié nada más verle bajar. Algunos sujetaban los arcos, otros mantenian sus manos en las empuñaduras de sus dagas.
-Por Orión –dijo uno-, que ocurre caminante?
-Están de vuelta –informó-. Los harotih vuelven.
El rumor se extendió como la pólvora y en pocos minutos se había reunido una muchedumbre alrededor de la hoguera, curiosos, ante la llegada de los suyos.
Esperaron y esperaron.
Un sonido lejano. Un cuerno.
Silencio. Solo el crepitar del fuego.
Otro cuerno. Y otro.
De entre la oscuridad, pudieron ver las tres luces que se aproximaban a toda velocidad.
Y de pronto lo escucharon:
“¡Nam’barad!””¡Nam’barad!”
Al’anith fue el primero en reaccionar.
-¡Nos atacan! –y sacó su arco del carcaj-. ¡Deprisa! ¡Posiciones defensivas! ¡Haced sonar los cuernos!
De repente, el campamento se llenó del sonido de unos cuernos de madera de roble con un sonido inconfundible; como autómatas todos se desplomaron de sus ropajes hasta quedar en sus armaduras de cuero. Les quitaba protección, pero les daba una gran agilidad y capacidad de movimiento y esa era su ventaja. Con una gran disciplina se alinearon todos creando tres líneas de siete en fondo. La primera línea se agachó y, a la par, como un solo ser, todos colocaron una flecha en su arco, lo tensaron y esperaron.
Las tres luces parpadeantes se acercaron hasta ellos y los tres rastreadores, cubiertos de maleza y con los rostros pintados de negro arrojaron sus antorchas a la hoguera, tensaron sus arcos y se colocaron al lado de sus hermanos.
Al’anith, en el centro de la formación, levantó el brazo y oteó la densa oscuridad.
Esperaron. Todos con los arcos tensos. Nadie flaqueaba y todos estaban a la espera. Finalmente se escuchó: gritos. Primero lejanos y cada vez más cercanos.
A los gritos se le sumaron los cuernos anteriores y el suelo, de repente, empezó a vibrar.
- ¡Atentos! –gritó Al’anith-. ¡A mi señal!
Y de entre la oscuridad se abalanzaron contra ellos.
Primero fueron unos pocos, después una docena y al final jurarían que había treinta mínimo; treinta hombres fornidos, desnudos de cintura para arriba, con espesas barbas y pelo largo con sus cuerpos llenos de pinturas de guerra que se abalanzaban sobre ellos con sus rostros totalmente desfigurados por la sed de sangre; la mayoría de ellos tenian los ojos en blanco y, los que no, tenían una mirada de odio profundo, de sed de sangre.
Algunos llevaban espada, otros espada y escudo y otros hachas, garrotes y mazas; estaba claro cual era su objetivo.
Sin titubear, Al’anith esperó a que se acercaran a distancia de sus arcos y cuando así fue, bajó en seco su brazo.
Quince flechas salieron disparadas hacia sus enemigos y todas y cada una de ellas dio a un objetivo.
La mitad de los bárbaros habían sido abatidos pero no fue suficiente para frenar su impetuosa carrera hacia ellos.
-¡Fuego a discreción! –gritó
Y otras quince flechas salieron disparadas hacia sus objetivos.
Esta vez algunos tuvieron tiempo de cubrirse con sus escudos y otros las esquivaron; sin embargo algunas impactaron pero incluso malheridos los bárbaros siguieron corriendo hacia ellos.
-Ya los tenemos encima –pensó Al’anith.
Y desenvainó su espada.
Una hacha arrojadiza impactó en el hermano que tenía a su izquierda que se desplomó al suelo con la cabeza partida en dos.
-¡Cargad mis hermanos! –y se lanzó a la carrera-. ¡Matad en nombre de Orión!¡Matad en nombre de la Reina Regente!¡Matad y que comience la cacería salvaje!
Y las dos formaciones chocaron.
Al’anith saltó, hizo una voltereta sobre sí mismo y clavó su espada en el tórax del primer bárbaro que se cruzó. Este intentó agarrarlo por el cuello, pero en un ágil movimiento Al’anith describió un movimiento de 180 grados al tiempo que sacaba la espada de la barriga de su rival, el cual vio impotente como todas sus órganos internos se le caían al suelo.
Con una agilidad sorprendente y antinatural paró el golpe de una maza que iba destinado a su flanco derecho y con un grácil movimiento de muñeca cortó los nervios de la mano que sujetaban la maza, que cayó al suelo. En un rápido revés clavo su hoja en la garganta de uno de esos seres y la sangre le salpicó toda la cara.
Se detuvo un momento para mirar a su alrededor.
La escaramuza había sido corta pero intensa: la mayoria de los humanos ya estaban muertos o estaban siendo reducidos y por suerte había pocos cuerpos de los suyos tendidos aparentemente inertes en la fría hierba.
-Ya está –pensó-. Hemos vencido.
Un grito de puro odio y maldad lo sacó de sus cavilaciones y se dio la vuelta. Pero fue demasiado tarde. Un escudo impactó de lleno en su rostro. Aturdido la vista se le nubló y notó la sangre caliente en sus labios cuando se le partió la nariz; alguien o algo se le tiró encima y los dos cayeron al suelo. Al’anith intentó zafarse pero el otro pesaba demasiado y había caído sobre él con todo su peso.
Recuperó la vista al tiempo que pudo esquivar la punta de una espada que iba directamente a su cabeza; la apartó y esta se clavó en la hierba. Golpeó con todas sus fuerzas al bárbaro de barba pelirroja pero este, con los ojos totalmente en blanco y sacando espuma por la boca no lo notó. Levantó la espada de nuevo y con la mano del escudo agarró a Al’anith por el pelo.
Y descargó su golpe mortal.
Al’anith cerró los ojos en el último segundo esperando el dolor punzante que seguro habría de recibir seguido de la nada. Sin embargo, este no se produjo. Abrió los ojos.
La punta de la espada estaba a escasos milímetros de sus ojos. Los músculos del bárbaro estaban tensados y las venas de su cuello muy hinchadas, señal inequívoca que estaba forcejeando.
Un murmullo se expandió y Al’anith volteó la cabeza: Una figura encapuchada apoyada en un bastón avanzaba hacia ellos con una mano extendida mientras pronunciaba palabras en un lenguaje incomprensible para él. El bárbaro siguió la mirada de su víctima y en un grito de rabia se levantó y arremetió contra la figura.
Y esta, de repente, se puso a cantar.
El humano tropezó. O eso pensó él. Cuando miró que lo había hecho caer, vió como la hierba estaba creciendo a su alrededor y lo iba atando y atrapando pausadamente: primero los tobillos, luego sus piernas. Parecía que cuanto más forcejeaba por liberarse de la maleza más fuerte y rápido lo atrapaba. Entre gritos y bruscos movimientos el bárbaro quedó completamente cubierto por la verde hierba y, a no mucho tardar, dejó de gritar.
Todos se reunieron alrededor de la figura encapuchada.
-Gracias Orión por protegernos esta noche –dijo-. Y gracias, reina regente, por tu sacrificio, que hoy en día, seguimos recordando todos.
Miró a Al’anith.
-Las estrellas y los cielos me han hablado –le hizo saber-. Mañana irás al norte. A las montañas.
-Así lo haré, anciano –respondió el aludido con una inclinación de cabeza.
La figura encapuchada avanzó y le colocó una mano en su hombro. Unos ojos almendrados le observaron desde el interior de los ropajes.
-El corazón de Athel Loren puede ser reanimado. Es tu deber como Noble Caminante guiarnos hacia ese destino. Somos como niños indefensos fuera de nuestras fronteras.
Al’anith, Noble Caminante de Athel Loren y de los últimos de su estirpe asintió.
A la mañana siguiente el campamento se dividió en pequeñas partidas de caza, todas con un mismo objetivo: devolver la gloria de antaño al sagrado bosque; su hogar.
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